domingo, 28 de diciembre de 2008

Excelente contratapa de Crítica, edición Santa Fe


Les dejo el texto, saludos

Bienvenidos al mundo de lo real
Por Aarón Lupowitz
27.12.2008

Cuando llamábamos desde la Redacción una mujer contestaba desde el otro lado con un: “Montparnasse”. Pero desde el diario siempre le llamamos El Bingo. Entonces estábamos en la calle Dorrego, donde El Ciudadano sobrevivía como el Kursk, aquél submarino de la armada rusa hundido y abandonado con toda su tripulación en el Mar de Barents el 12 de agosto de 2000, una cosa a mitad de camino entre las ruinas de la URSS y la Rusia del capitalismo global y las mafias sanguinarias. Éramos una Redacción con un centro operativo a unas diez cuadras de distancia, antes de mudarnos al local de Entre Ríos 630. Era un centro operativo donde se nos pagaba el sueldo, pero no del todo una administración, un orden, un cosmos; sino una burbuja de esa suerte de poder que nos pagaba y de la que emanaba algo así como un “humor”, en el sentido que los viejos libros de psicología le dan a ese término: el fluido, la pátina de una visión que no termina de cristalizar. En ese humor, como en una figura dibujada en reflejos de tornasol, podíamos ver ese micromundo del Montparnasse, un lugar donde circulaba el dinero, nada más.Al Montparnasse acudíamos convocados por el llamado de la empresa al cobro. Tocábamos el portero, subíamos por un ascensor con cámara y desembarcábamos en un segundo piso apenas concurrido por empleadas de uniforme y unas personas vestidas de paisano que parecían tener acceso a otros rincones del lugar. “Bienvenidos al mundo de lo real”, como le decían a Neo en Matrix. Esperábamos el pago de pie, o sentados en unos bancos forrados en cuerina. Los que estaban de franco y no habían podido dejar a sus hijos en casa iban con ellos, niños pequeños que aguardaban en silencio, moviendo los pies, como si el peso de ese humor que flotaba en el ambiente los aquietara y, a la vez, empujara los nervios hacia ese movimiento casi involuntario de las piernas. Mientras tanto, los asalariados entrábamos a una oficina donde contaban los billetes, nos los daban y salíamos haciendo cuentas imposibles que intentaban sopesar horas, feriados trabajados, el jornal con qué medir el tiempo dedicado a esa cosa de dejar a la familia, hacer el diario, poner el cuerpo.No le erraba Léon Bloy cuando escribió que “el dinero es la sangre del pobre”. Y tampoco era metafórico. El dinero es lo real de toda relación laboral. Acaso cada vez más, lo real de toda relación social. Lo real, es decir, aquello irrepresentable, último, pero que da lugar a infinidad de representaciones, como la carne, como la muerte. Así como la sangre es el origen de tantas figuraciones: los lazos familiares, lo íntimo, la herida, el trabajo mismo. Bloy decía eso, que si le quitábamos todas sus máscaras, el dinero terminaría enseñándonos lo que es: la sangre del pobre. Ese lugar, el Montparnasse, donde una vez cobramos parte del salario con montones de billetes de dos y de cinco pesos usados y desgastados, donde el trabajador del diario llegaba cargado de niños, llegaba desde donde estuviera ese día, esa hora (porque el día de pago era único, intransferible, porque no se sabía si el salario existiría al día siguiente, porque las urgencias estaban hechas a la medida de aquel enorme baldío en un segundo piso); ese lugar enseñaba ese vacío que queda cuando se corrieron todos los velos, cuando el dinero corrompió ya toda suerte de representación, de crear un mundo sobre el mundo. Porque así como lo biológico –el ciclo vital del nacimiento, la reproducción y la muerte– no explica eso que con pasión comprendemos por vida, tampoco el dinero explica eso que con pasión llamamos trabajo. Pero ese lugar era como una fantasmagoría del dinero: no había agregados, no había plus. Ni cultura ni datos sobre nada, un puzzle armado contra una pared que nunca nadie supo si era un trofeo a un desmedido esfuerzo intelectual o el gusto por una pintura trasladada a las piezas del rompecabezas, un bebedero de agua, unas alfombras sórdidas que amortiguaban los tacos de las empleadas en sus uniformes celestes, todo el resto era ese halo, ese humor del dinero que volvía de un gris uniforme esas figuras en tornasol.Por eso, para muchos el trabajo en El Ciudadano fue doble: hacer un diario y crear, a la vez, ese mundo del diario, en el que importan ciertas notas, ciertos textos, ciertas fotos. Un mundo social construido, como cualquiera, sobre ese vacío del dinero que, en los últimos tiempos, enseñó su más vaporosa realidad y se disolvió en fechas que siempre se postergaban: después de agosto sí; el viernes, seguro; hoy no, pero el martes sí. Mientras, el doble trabajo, el de hacer el diario y el de sostener un mundo que la falta de salario corroía.Cuando el dinero aparecía se mostraba en pilas de billetes que cada trabajador recibía garrapateando la firma en una hoja con el membrete del diario. Un fajo de billetes de diez, veinte y hasta cincuenta pesos apareció para cada uno de los empleados en uno de los cobros de 2002, cuando el corralito prohibía extraer más de cien pesos diarios de un cajero. Los cheques, que también por entonces debíamos cambiar en una oficina de calle Corrientes, donde unos operadores de la Bolsa los aceptaban a cambio de una comisión. O los cheques con el que se abonaban unos salarios desactualizados que debían depositarse luego de una fecha estipulada por la empresa en un banco que no podía ser el mismo en el que se habían abierto las cuentas sueldo, que ya habían dejado de funcionar. En los últimos tiempos, las promesas de pago de salarios se amontonaron igual que se amontonaron en un rincón del edificio del diario al que llamábamos el Kursk las sillas rotas que nunca se reponían, o los monitores quemados y en desuso: oscuramente arrumbados y polvorientos, eran la contracara de esos pasillos pulcros y vacíos del Montparnasse. Son dos fantasmagorías del dinero: una del trabajo con que ese dinero circuló y se reprodujo; la otra, de esa ruina humana que va tras el dinero como el buitre tras la carroña.